A mí sí me gustan los niños. No lo niego: me gusta entender cómo funciona la mente de los mocosos. Normalmente son muy cagados, dicen las cosas como van y eso, gracias a la profunda hipocresía con la que vivimos a diario, nos sorprende un chingo. Algunos, los mejor orientados, llegan a conclusiones brillantes que los dejan mejor parados que varios adultos que conozco. En fin, me gustan los niños.
Lo que no me gusta es cuando los papás, cegados por el amor inmenso que les profesan, proclaman que sus hijos son genios, lumbreras infalibles, que casi casi podrían ser secretarios de estado a los 11 años (bueno… viendo a los últimos especímenes, comienzo a creer que muchos niños sacamocos del recreo harían mejor papel).
Y no dudo que en efecto haya niños que sean muy inteligentes. Lo que trato de decir es que el afecto al muchacho o muchacha nos puede hacer suponer que estamos frente al siguiente Doogie Howser (o Justin Bieber, ja!), cuando en realidad se trata de un elemento promedio, o en el mejor de los casos, un poco más listillo que el resto.
Expongo lo anterior, porque me queda claro que el (casi) u.n.i.c.o. factor que desata el dominio sobre una disciplina, en niños o adultos, es la maldita práctica. Es el estímulo temprano, la constancia en la ejecución, el chinga y dale. No nacen superdotados cada 5 minutos, se los juro. Es simple y pura práctica. Practicar mucho y practicar mejor que los demás. Eso te hace destacar, nada más.
Así que dejen de pensar que sus hijos tienen un IQ de 785 millones, porque generalmente, están en lo falso. Si quieren que los saquen de pobres jugando futbol, pónganlos a entrenar un chingo, y denles hormona del crecimiento como a Messi. Si prefieren que sea una estrella de la Academia, que ensaye Noche de Paz diario antes de dormir y de paso Los Changuitos en el piano para redondear su talento.
Todo esto para aceptar que así como no hay niños fantástios en cada esquina, tampoco hay escritores virtuosos por arte de magia. Y que, me carga el payaso, tengo una artritis mental espantosa que me impide escribir con la fluidez que yo quisiera. Me urge quitarme el polvo, sacudir la polilla, estirar las piernas y otras manifestaciones del fin de letargo que supone esta nueva etapa. Duele la atrofia y duele un chingo.
Así que si los sorprendo acá con un texto uf de maravilloso, no empiecen a tirar flores aplaudiendo la aparición divina de las letras. Fue por chingarle y rasparme los nudillos. No hay otra forma y corro el riesgo de que me dé un calambre.
Si así sucede, échenme un plátano y sóbenme la pata. Cuesta, cuesta… y no xaladas.
2 comments:
jajajaja me encantó.. no sé que parte más... si "me gustan los niños" por aquello de que podré encargarte al "Sin Nombre" Carrillo Nathal, o la última... pero buen post.
Muy de acuerdo con la parte de la polilla.. suele pasar... pero, en tu caso, sé que pronto pasará.
Un beso
Cuesta, cansa, confronta, desnuda, te recuerda todo lo que ignoras, te expone cuánto quieres-cuánto (no) puedes.
Pero si esa es tu elección y te presentas a la cita diaria, no hay artritis que se te resista.
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