Siempre me pasa lo mismo cuando regreso de vacaciones. Los últimos días de dicho periodo hiperreal tengo la impresión de que ha pasado mucho tiempo y que por ende, muchas cosas han cambiado. Sin embargo, cuando vuelvo a “lo real”, me doy cuenta que lo único que ha sufrido modificaciones es el tamaño de mi cabello y el humor de mi madre, más volátil que un papalote.
Pero después de una decena de días en Buenos Aires, Argentina y un par más en el DeFectuoso y sus inmediaciones para recuperarme de una feroz gripa, debo reconocer que me siento renovao. Me reí como hiena en estas vacaciones, y si es verdad que una risa te da un minuto más de vida, están leyendo al Matusalem del siglo XXI.
Como sería demasiado complicado narrar cronológicamente mis andanzas en Buenos Aires, he decidido elaborar estos puntos para resumir vivencias, enseñanzas y consecuencias de los que han sido 10 de los días más estúpidamente divertidos de mi vida.
1.
No, no es un mito, ni mucho menos una exageración. En Argentina, o por lo menos en Buenos Aires, la belleza femenina es suprema. Si la riqueza de Argentina se midiera por dicho factor, Kirchner ya no debería ni un maldito dólar al FMI. Y no, no exagero. Argentina se colocó de inmediato en mi Top3 de Países con las mujeres más guapas del mundo, sólo detrás de Italia y seguida de Holanda.
Ahora bien, hay que distinguir algo. A mí casi casi me pintaron que iba a llegar a Argentina y ya iban a estar docenas de señoritas esperándome en Ezeiza con pancartas y fuegos artificiales, listas para atenderme cual Don Gato en su callejón. Obviamente ahí sí exageraron. El mexicano, por más carisma que tenga, tiene que hacer su luchita, como en cualquier otro lado. Sin embargo, en aquellas latitudes, la champaña está de nuestro lado.
2.
Yo no sé cómo le hacen, pero sobre todo en la calle Florida, los argentinos puede reconocer a un mexicano a 500 metros de distancia. Al principio es impresionante y hasta halagador, pero con el paso del tiempo me pareció ya tan molesto, que me puse de acidito. “¡De México!, ¿verdad?”. “Ni madres guey, de Sri Lanka pendejo, ¿y cómo ves puto?. “Aaaaay no le creo”. Digo, mi playera de “Y ahora, ¿quién podrá defendernos?” era un poquitititito reveladora.
Si ahí quedara todo no habría mayor pedo, pero lo gandalla es que por obvias razones, te la dejan caer con singular alegría con los precios. Un vendedor en el Estadio de River sí fue redescarado. Roberto preguntó, “¿Cuánto cuestan las remeras?”. Veinte (silencio de 3 segundos), perdón Veinticinco pesos. “¿Ah sí? Pues vas y chingas a tu madre”.
De México, ¿verdad?
3.
Así como habitan esos lacras mercantiles, en Argentina también hay gente espectacular que, de hecho, es una abrumadora mayoría. Y con ellos, decir que eres mexicano es el detonante para que su duplique la amabilidad y nazca la amistad. El mejor de todos: Maxi, el encargado de la recepción de nuestro hotel, que no tuvo el menor empacho en irse a nuestro cuarto para ver el primer tiempo del Boca-Gimnasia de Jujuy, o bien, de traerse al botones para empedarlo con shots de Black Label.
El argentino y el mexicano tienen demasiado en común. El verbo en general, la admirable capacidad de venderte hasta el alma y la gran cualidad de desvivirse por quien entra con gusto a sus fronteras con ganas de divertirse.
4.
Aquí tendré que emplear ese término que tanto me caga, pero en esta ocasión queda a la perfección. En Argentina, hay muchas “áreas de oportunidad” (agh) para productos que son tan comunes en México como la tortilla en la mesa. Por ejemplo, nadie, pero nadie usa gel y muchos lo necesitan. Las servilletas están hechas como con nylon, así que no limpian un carajo. Llévenles. A los tables argentinos (me contaron, yo no fui ¿eh?), todavía no llegan esas joyas que son las alfombras fosforescentes con motivos galácticos, ni tampoco el concepto del “baile privado”. Qué decir del chile. Lo más cercano es la salsa criolla que pica lo mismo que la salsa búfalo.
Les digo, hay mucho por invertir. ¿Quién se anima?
5.
Es muy sencillo: los taxistas argentinos manejan del carajo. Yo sé que en la sangre traen a Fangio y lo que quieran, pero mejor que se lo guarden en la guantera. Y luego nosotros en estado inconveniente, pues que nos hacen sentir como en la Catarina de Reino Aventura. Además, siempre estaban propositivos a inaugurar un nuevo carril en sus propias calles. De hecho, estamos casi seguros que en un trayecto de madrugada nos subimos al taxi del mismísimo nieto de Fangio. Por darle formita a nuestra guácara, la porra te saluda.
Pero después de una decena de días en Buenos Aires, Argentina y un par más en el DeFectuoso y sus inmediaciones para recuperarme de una feroz gripa, debo reconocer que me siento renovao. Me reí como hiena en estas vacaciones, y si es verdad que una risa te da un minuto más de vida, están leyendo al Matusalem del siglo XXI.
Como sería demasiado complicado narrar cronológicamente mis andanzas en Buenos Aires, he decidido elaborar estos puntos para resumir vivencias, enseñanzas y consecuencias de los que han sido 10 de los días más estúpidamente divertidos de mi vida.
1.
No, no es un mito, ni mucho menos una exageración. En Argentina, o por lo menos en Buenos Aires, la belleza femenina es suprema. Si la riqueza de Argentina se midiera por dicho factor, Kirchner ya no debería ni un maldito dólar al FMI. Y no, no exagero. Argentina se colocó de inmediato en mi Top3 de Países con las mujeres más guapas del mundo, sólo detrás de Italia y seguida de Holanda.
Ahora bien, hay que distinguir algo. A mí casi casi me pintaron que iba a llegar a Argentina y ya iban a estar docenas de señoritas esperándome en Ezeiza con pancartas y fuegos artificiales, listas para atenderme cual Don Gato en su callejón. Obviamente ahí sí exageraron. El mexicano, por más carisma que tenga, tiene que hacer su luchita, como en cualquier otro lado. Sin embargo, en aquellas latitudes, la champaña está de nuestro lado.
2.
Yo no sé cómo le hacen, pero sobre todo en la calle Florida, los argentinos puede reconocer a un mexicano a 500 metros de distancia. Al principio es impresionante y hasta halagador, pero con el paso del tiempo me pareció ya tan molesto, que me puse de acidito. “¡De México!, ¿verdad?”. “Ni madres guey, de Sri Lanka pendejo, ¿y cómo ves puto?. “Aaaaay no le creo”. Digo, mi playera de “Y ahora, ¿quién podrá defendernos?” era un poquitititito reveladora.
Si ahí quedara todo no habría mayor pedo, pero lo gandalla es que por obvias razones, te la dejan caer con singular alegría con los precios. Un vendedor en el Estadio de River sí fue redescarado. Roberto preguntó, “¿Cuánto cuestan las remeras?”. Veinte (silencio de 3 segundos), perdón Veinticinco pesos. “¿Ah sí? Pues vas y chingas a tu madre”.
De México, ¿verdad?
3.
Así como habitan esos lacras mercantiles, en Argentina también hay gente espectacular que, de hecho, es una abrumadora mayoría. Y con ellos, decir que eres mexicano es el detonante para que su duplique la amabilidad y nazca la amistad. El mejor de todos: Maxi, el encargado de la recepción de nuestro hotel, que no tuvo el menor empacho en irse a nuestro cuarto para ver el primer tiempo del Boca-Gimnasia de Jujuy, o bien, de traerse al botones para empedarlo con shots de Black Label.
El argentino y el mexicano tienen demasiado en común. El verbo en general, la admirable capacidad de venderte hasta el alma y la gran cualidad de desvivirse por quien entra con gusto a sus fronteras con ganas de divertirse.
4.
Aquí tendré que emplear ese término que tanto me caga, pero en esta ocasión queda a la perfección. En Argentina, hay muchas “áreas de oportunidad” (agh) para productos que son tan comunes en México como la tortilla en la mesa. Por ejemplo, nadie, pero nadie usa gel y muchos lo necesitan. Las servilletas están hechas como con nylon, así que no limpian un carajo. Llévenles. A los tables argentinos (me contaron, yo no fui ¿eh?), todavía no llegan esas joyas que son las alfombras fosforescentes con motivos galácticos, ni tampoco el concepto del “baile privado”. Qué decir del chile. Lo más cercano es la salsa criolla que pica lo mismo que la salsa búfalo.
Les digo, hay mucho por invertir. ¿Quién se anima?
5.
Es muy sencillo: los taxistas argentinos manejan del carajo. Yo sé que en la sangre traen a Fangio y lo que quieran, pero mejor que se lo guarden en la guantera. Y luego nosotros en estado inconveniente, pues que nos hacen sentir como en la Catarina de Reino Aventura. Además, siempre estaban propositivos a inaugurar un nuevo carril en sus propias calles. De hecho, estamos casi seguros que en un trayecto de madrugada nos subimos al taxi del mismísimo nieto de Fangio. Por darle formita a nuestra guácara, la porra te saluda.
Podría seguir y seguir, pero nunca acabaría. Lo demás se queda en mi cabezota y en un chingo de fotos formidables. Moraleja: No viajar apendeja.
Para HMI, Bob y Geppe, hermanos míos y dignos comparsas marranos.