Elvira

Elvira es mi vecina.

Es un mujerón, que vive justo en el departamento de enfrente. Sola. Suelo encontrármela de vez en cuando por las mañanas, pero la verdad a veces trato de evitarla porque es una amenaza. Siempre quiere platicar, mientras nuestras puertas medio se abren dejando ver a lo lejos los respectivos muebles. El elevador está ahí, pero mientras ella habla no me subo. Ni me muevo. El otro día fue su cumpleaños, y me acerqué para darle un abrazo. Se encabronó conmigo: “¿por qué no me das besos tronado como yo te los doy?”, me reclamó. La verdad, me dio penita, y respondí. “Cómo crees Elvirita, a ver, ven…”. No quedó del todo satisfecha. Ese día nos topamos en el patio trasero, pues nuestros departamentos también conectan por atrás. Yo andaba en boxers, y ella en pijama, larga, blanca y delgadita. Ella salía a lavar algo de ropa. Muchas veces me ha invitado a comer, y el olor desde su cocina es una tentación. La verdad, me resisto. Porque va a querer echar la sobremesa, que me quede a platicar y bue... qué les digo. Vive sola porque es viuda, desde hace no mucho. No tuvo hijos. Está muy bien conservadita. Pero más que cualquier cosa, tiene una sonrisa arrolladora. Compra en automático la sonrisa de regreso. Algún día le cumpliré el capricho de ir a comer en su depa. Yo sé que me la voy a pasar bien, porque sé que tiene harto que contarme, y yo que esucharla… porque dudo que me haga mucho caso de lo le diga. Ella irá al grano. Y nuestra relación cambiará radicalmente. La veré distinto, con un poquito más de cariño.

Elvira es mi vecina. Y acaba de cumplir 91 años.

Para todos los pinches malpensados (seguro hubo uno que otro por ahí).